Rececho de macho montés con un “bárbaro”

La sierra siempre esconde algún secreto, esa es una de las grandezas de la caza salvaje. La incertidumbre, la posibilidad de volver a casa con las manos vacías o la suerte de que la jornada nos depare algo inesperado.

Entiéndase que no hay carga peyorativa en la denominación ‘bárbaro’ con las connotaciones que pudiéramos atribuirle hoy en día y sí a aquella más clásica a la que podría referirse Constantinos Cavafis en su poema y que hace referencia al que viene allende nuestras fronteras, al extranjero que de alguna forma va a venir a alterar nuestras convicciones, nuestros enfoques o que incluso validará hábitos que hemos venido realizando de modo ancestral.

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Al margen de la cuerna o la corpulencia del animal, otra forma de hacerse una idea de la edad de la cabra en la distancia es observar su color, que será más oscuro según vaya cumpliendo años.

Ese contacto en lo cinegético ha venido sucediendo en España de manera significativa desde hace algo más de un siglo, con la presencia de Chapman y Buck y todos aquellos que venían atraídos por nuestro, para ellos, ignoto país, con el reclamo de la curiosidad científica naturalista y la cinegética cuando, sorpréndanse, estas podían ir de la mano sin rubor.

Fui a recoger a mi bárbaro al hotel, era temprano y al bajarme del todoterreno me abrigué de manera innecesaria y más como conjuro de un frío tan inexistente como deseado en este mediado de noviembre tibio que nos acompañaba.

Ya dentro, saludé al traductor acompañante y al cazador y tomé un café con ellos mientras terminaban de desayunar. Hay suerte, tiene piernas, es una obviedad pero, por desgracia, el exceso de veteranía o los problemas cardiovasculares van unidos normalmente al poder adquisitivo mínimo para poder abatir un macho montés.

El protagonista, hijo del estado de Ohio, era de mediana edad, rubiasco, en aparente buen estado físico y, por supuesto, embutido en un terno camuflaje con motivos de bosque caducifolio ideal para un canchal de una sierra del sur de España.

Tengo cinco minutos para evaluarlo, normalmente desconocemos las peculiaridades del cazador hasta la misma mañana del rececho y así, en dos vistazos discretos y con alguna pregunta directa, elegimos sobre la marcha el cazadero para el titular.

Me quedo contento, el rifle es suyo, no de la empresa que lo trae, lo cual asegura confianza y compenetración; un 7mm en un cerrojo de calidad, sintético y camuflado acompañado de una óptica europea de primer nivel y con pátina de uso regular.

–¿A qué distancia tira cómodo?

Obtengo 250 metros de la traslación de las yardas de su respuesta. Papeles en orden, trasvase de apechusques a mi vehículo y andando.

Tenemos más de una hora de coche hasta el cazadero y trascurre en una relajada charla en la que aprovecho para practicar mi pobre inglés aunque sea con la versión gomosa del yanqui.

Llegamos al cazadero, la templanza va en aumento y las mangas de camisa son suficientes para empezar a brujulear y empezar a ver caza.

En mi agenda, dos posibles candidatos, dos confidencias de parte de un celador y de un veterinario durante los recientes censos porque yo no había visto nada aún digno de trofeo; por supuesto, el celo es inexistente.

Empezamos a ver animales, unos machetes de futuro se situaban en lo alto de las cuerdas buscando el oreo que barruntaban iban a necesitar en breve. Mi atención se dirigía a las laderas umbrías que teníamos a nuestra derecha y que mostraban unos castellones de piedra brotando entre el pinar y que resultaban muy apropiados por tener, a su vez, un pilar de agua abundante y fresca en el sopié.

La mañana trascurría sin novedad, machos medianos y hembras en pequeños grupos mantenían nuestra atención mientras nos adentrábamos en las horas centrales del día en las que empezaría a palparse la inactividad y el encame de los animales.

Confiemos en la tarde, sí, pero hasta entonces toca una inacción que resulta incómoda y en la que, para generar expectativas, echas los prismáticos a los lugares más inverosímiles; así, contemplé a mi izquierda unos antiguos bancales de frutales, ahora abandonados en lo hondo del barranco y en los que a duras penas unos pocos de castaños, que ya amarilleaban, abanderaban la resistencia a un duro zarzal que avanzaba inexorable.

En el barrido sin fe con los prismáticos…, un brochazo negro, ¿qué? Espera… ¿Has visto lo que crees que has visto? No, no digas nada hasta que estés seguro… ¡Ahí está, es un macho y parece bueno! Sacas el telescopio, tus acompañantes intuyen que algo pasa.

–Creo que he visto un macho que nos sirve.

Hay una extraña electricidad en ese momento que contagia, ilusiona y enerva, agitando respiración y pellizcando garganta y escrotos.

–Es bueno, ahora está medio tapado pero consigo adivinarle el cuerpo y se aprecia negro y muy, muy cano, la primera impresión que me dio es que era un animal de saca, viejo parece.

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La edad del macho montés se puede saber por el número de medrones, que son las porciones de cuerno que quedan entre los anillos de crecimiento, al incrementarse estos uno al año. En los medrones pueden aparecer anillos de adorno, menos marcados y que hay que distinguir.

Ellos consiguen verlo y ahora todo es ilusión y planificación; por debajo nuestro zigzaguea un carril que podemos coger como un kilómetro más adelante y bajar andando hasta una curva que puede colocarnos a tiro del animal, pero hay que espabilar porque la hora que es, este se echa en cualquier momento.

Decidimos que el guía acompañante se quedara en el punto en el que estábamos, atalayando y dando novedades sobre el animal, al que intuíamos pastando entre los castaños.

Salimos hacia el arranque de aquel carril y descendimos por él en una operación que nos llevó cuarenta minutos.

Yo andaba mirando el reloj, sabiendo que el animal se quitaba de en medio más pronto que tarde, cuando por fin llegamos a la curva a izquierdas, muy cerrada y que tenía un lomo de tierra que nos dejaba ocultos y apoyados en un balconcillo dominando todo el bancal; esto va bien, ahora a localizar el macho al que no vemos donde esperábamos… No aparece… ¡Espera!

El cazador me ha tocado el hombro y me indica hacia un castaño más alejado de la zona donde lo vimos de primeras.

No hay cobertura de teléfono en el fondo del barranco y nuestro vigía no ha podido avisarnos.

Allí, debajo del castaño, con pasto hasta la barriga y las descuidadas ramas casi tapándole los cuernos, está nuestro objetivo; lo veo dar una patada al suelo y bajar la cabeza e insto al cazador a que se prepare para tirar; este hace eterno el movimiento de bajar el bípode, afianzarse y meter la cara en el rifle (me va a dar algo)

–¡Shoot! –le susurro en un tono suave pero apremiante, cuando el animal, sin producirse la detonación, inicia una genuflexión a cámara lenta que termina por acostarlo enterrado en broza y totalmente de frente a nosotros; solo se le ve la cara y el arranque de los cuernos; 180 metros, ahí puede estar hasta que recupere la actividad a la caída de la tarde, dentro de seis horas; y, lo peor de todo, está en una zona que limita con lo sucio, sin visibilidad; solo con girarse y dar un paso, estará fuera de nuestra vista tragado por las zarzas y el denso pinar que le sigue.

Bajo los prismáticos, me dejo resbalar un poco por el talud y me tumbo bocarriba intentando no maldecir y recuperar la respiración después del momento de tensión. El cazador, mientras tanto, se ha quedado estático, fijo en un blanco imposible.

Me volví a incorporar y a recuperar la posición en guardia, saqué el telescopio de la mochila y centré al animal, que llenó con su cara la totalidad del visor… Viejo es, desde luego; lo vi rumiar lento, pastoso, mientras sus ojos se entornaban, cuando de repente… ¡Pájaros! ¡Sí, pajarillos!

Primero uno en lo que se intuía su lomo, luego otro más, y así hasta tres o cuatro pequeños pájaros comenzaron a revolotear y a evolucionar sobre el macho y hacían que este comenzara a amoscarse y sacudir las astas en las que, de forma irreverente, llegaban a posarse tan cansinos visitantes.

La escena era tan curiosa como inédita para mí y de una tierna belleza, pero no así para el macho, que había pasado de la incomodidad a comenzar a exasperarse, cosa que me hizo musitar al cazador:

–Ready to shoot.

Todo se precipitó; el macho, harto de la molesta presencia, se incorporó mostrando su pecho, el disparo sonó y el animal cayó fulminado quedando inerte. Sin movernos de la posición, y tras una breve pausa, observamos cómo volvían los pajarillos a posarse en unos cuernos ya sin respuesta.

–Congratulations, Ohio.

Esperamos a que nuestro vigía se nos incorporara tras oír el disparo y nos acercamos a ver a nuestro animal. Me di cuenta que había algo anormal antes de llegar a él, parecía enfundado en una piel dos tallas superiores a la apropiada, el cuadril hundido y los costillares marcados como si hubiese dormido en un canasto…

El estiércol de una diarrea pertinaz se mostraba seco en sus corvejones y en un charco donde había yacido, y era al que, atraídos por el verdín y las semillas mal digeridas, habían acudido los pajarillos a comer, que fueron los que precipitaron el lance.

No teníamos referencias de este animal, que estaba ya en estado cuasi terminal y que, mermado de facultades, había descendido en busca de alimentos más tiernos, y al que, seguro, la primera mojada se lo hubiera llevado anónimo.

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Contemplamos satisfechos sus setenta y tantos centímetros y nos sorprendimos al contar sus años en sucesivas veces, llegando siempre a la increíble, sorprendente y heroica edad de 18 años, una edad no constatada en esta reserva desde un macho montés que fue cazado en 1971.

A posteriori, recapacitaba sobre esta circunstancia y lo importante que es que en nuestros montes y sierras existan animales legendarios que escapen a la realidad de planes y lindes; animales libres y sorprendentes que sean constatación de una caza verdadera y esquiva; animales que, formando parte de un macizo, que no de un coto o propiedad, sorteen avatares para llegar a formar parte del patrimonio intemporal de nuestras sierras.

–¿Es bueno? –me preguntó el cazador.

–Es mejor que bueno, es único.

Y pensé con cierta tristeza que este animal pasaría al anonimato de un rancho al otro lado del océano, tan lejos de sus castellones y torcas, cuerdas y praderas de hierba fina donde fue un dios esculpido, un animal que no aparecería en ningún merecido foro por la desidia de muchos de nosotros por no homologar oficialmente, y que condena al limbo del desconocimiento a cotos y reservas, al personal que en ellas se ilusiona, esfuerza y a los animales que, joyas de nuestra fauna, contra viento y marea amparan.

No quise que fuese así y me propuse relatarlo, y conté y di luz a ese cazador sobre lo que había cazado, sobre el privilegio y la suerte que había tenido al llevarse lo mejor de lo nuestro.

Terminamos las fotos, quisimos iniciar el desuello el guía acompañante y yo, pero con un gesto suave nos indicó que era su momento con la pieza y que nos limitáramos a ayudarlo; entonces sacó un metro y midió toda la anatomía del animal para facilitarle la labor al taxidermista y que fuera lo más exacto en las proporciones para hacerlo de cuerpo entero; lo vi palpar, acariciar con respeto a nuestro macho, sacar un cuchillo de desollar de una funda artesanal y, con una eficacia absoluta, convertir una labor de matarife en un ritual reverente que me tranquilizó y que una vez más confirmaba nuestra teoría de que la sierra da a cada uno el macho que se merece.

El viento templado cimbreó el nogal y cayeron algunas hojas secas. Todo había terminado y, en la serenidad de ese momento, le pregunté:

–Are you happy?

–Yes I am.

Me too.

J. M. Salas

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