Historia y caza de las agachadizas o agachonas

La caza de la agachona, una de las más apasionantes y difíciles entre las de acuáticas, es la base de este relato, en el que Javier Hidalgo, a través de datos técnicos, la historia natural de las distintas especies y nostálgicos recuerdos de la niñez, nos acerca a estas aves.

Un grupo de amigos míos, ingleses y escoceses, cazan agachonas durante toda la temporada a base de seguirlas en su migración otoñal. Empiezan en septiembre en las islas Shetland y continúan con ellas en los moors escoceses; en octubre las siguen hasta Irlanda y Cornualles, para cazarlas luego en el sur de Francia y en el delta del Ebro, antes de buscarlas en unos arrozales de Marruecos donde se cuentan por miles.

Son unos auténticos apasionados de esta especialidad cinegética, lo que no me extraña porque, al haberlas cazado desde niño en la marisma, padezco la misma adicción por ellas que mis amigos británicos.

Quizás sea por lo difícil del tiro y por la complicada accesibilidad y facilidad de movimientos en el medio donde habitan, pero lo cierto es que los cazadores –pocos– que las han probado experimentan esa pasión por ellas a que me he referido antes.

Después está también su indiscutible interés culinario. Mi madre las colocaba a muchas millas por delante de la becada o gallineta, la codiciada becasse o mordorée de los restaurantes parisinos, en su lista de aves de caza en la cocina. Y es que, bien cocinadas, proporcionan un sabor salvaje y delicado al tiempo, muy diferente de cualquier otro procedente de piezas de caza menor.

Agachadizas-autor

El autor con su primera agachadiza

Mi introducción a la caza de becacinas no fue afortunada y creo que mi padre se arrepintió de haberme llevado. Yo debía tener muy pocos años, cinco a lo sumo, y los mayores decidieron que el terreno estaba muy enfangado como para que los niños pudieran desenvolverse, y nos dejaron a mi primo y a mí en los coches.

Con los batidores y los tiros de las escopetas, las vacas bravas que pastaban en aquellos marjales inundados se retiraron y, buscando las alturas, fueron a parar a la veta donde estaban los coches, los cuales quedaron rodeados por el ganado, que se dedicó a carear los alrededores.

Mi primo y yo rompimos a llorar de miedo, alarmando con nuestro llanto a la partida de caza, que hubo de interrumpir la batida. Más adelante, con siete años, y tirando con una escopeta de calibre 12 mm. (4.10) en el puesto de mi padre, le ‘corté un chaleco’, es decir, derribé una agachona que nos entró atravesada y que él tiró primero. Por entonces ya le había perdido el miedo al ganado bravo.

Las agachadizas, agachonas o becacinas, que por todos esos nombres y otros más se las conoce a lo largo de nuestra geografía, son aves limícolas de pequeño-mediano tamaño, con patas largas y pico muy largo.

En el grupo hay hasta 18 especies diferentes, de las cuales tenemos tres en nuestra región biográfica, el paleártico occidental. Las nuestras son migratorias y, aunque tienen un vuelo potente y en zigzag, prefieren amonarse en el suelo antes de arrancar el vuelo cuando presienten alguna amenaza.

Su pico posee una región sensitiva cerca del extremo que les permite rastrear y encontrar en el subsuelo los pequeños invertebrados de los que se alimentan.

Su plumaje es críptico y presenta un barreado continuo prácticamente por todo el cuerpo. Quizás sea ello, la peculiar coloración de sus plumas, uno de los factores que más contribuyen a dotar a estas aves de ese irresistible atractivo que infunden al cazador.

La agachadiza común (Gallinago gallinago) es la que tiene el pico más largo de las tres especies que habitan en Europa. Las continuas franjas de su plumaje se interrumpen en la zona ventral, que es de color blanco puro.

Tiene un vuelo endiablado, con una primera parte al arrancar en zigzag y luego coge altura en un ángulo de 45 grados, transformándose después en un potente y consistente batir de alas, ya sin zigzaguear. Tiende a volver a la zona de donde se arrancó, y cuando aterriza lo hace cerrando las alas y cayendo a peso hasta casi tocar el suelo, donde las abre a modo de frenos.

Siempre emite un repetido grito, como ‘chorrch’, seco y raspante al levantarse, que alarma a las otras aves que se encuentren en las proximidades, y se levantan por ello. Una vez han alcanzado altura, se reúnen en el aire evolucionando a veces en bandadas compactas.

Solo conozco dos formas de cazarlas:

Al salto, y entonces el tiro ha de hacerse antes de que comience el zigzagueo, cerca del suelo; o bien, si salió a corta distancia, aguardar a que termine el zigzag y disparar entonces, si no está ya fuera de tiro.

En batida también ofrece un tiro complicado porque generalmente entra a los puestos a buena altura.

Las agachonas viven en parajes encharcados de poca profundidad, tanto de agua dulce como salobre o salada, a veces en prados del interior inundados, orillas de desagües o arroyos y marismas mareales.

Tienen preferencia por zonas ocupadas por el ganado, cuyas deyecciones producen gusanos y otros pequeños organismos que capturan clavando el pico en la superficie fangosa o inundada.

Antiguamente eran fijas y proporcionaban buenas perchas en las zonas destinadas a vertidos de aguas negras de las poblaciones, hoy día inexistentes debido a preceptiva instalación de estaciones depuradoras.

Crían en latitudes altas, desde el bajo ártico hasta regiones boreales y temperadas, pero no en zonas mediterráneas.

En España, por ejemplo, se estimaron en los años noventa unas 100 parejas en ciertos prados alpinos como los que hay en la provincia de Ávila, en la cara norte de Gredos.

En mayor o menor cantidad, es nidificante en todos los países europeos; pero es en Islandia, Escandinavia y, sobre todo, Rusia, donde se asienta el grueso de la población paleártica, con una estimación de 10 millones de parejas para este último país.

Con excepción de algunos de los ejemplares nidificantes en Europa occidental, la mayor parte de las agachadizas europeas son migrantes y viajan al sur para pasar el invierno.

Nosotros recibimos muchas de ellas, pero también se extienden por Gran Bretaña, Francia, los países balcánicos, Italia y Oriente Medio. Muchas llegan a África y pasan más allá del Sahel.

La migración puede comenzar tan temprano como en el mes de julio, como lo demuestran nuestras esporádicas observaciones de las primeras aves durante ese mes. El grueso de los efectivos se pone en marcha en septiembre-octubre, y en nuestras latitudes se observan ya ciertas concentraciones a finales de este último mes.

Luego, en la migración prenupcial, observamos concentraciones a finales de enero-febrero, justo cuando la temporada hábil de caza ha terminado.

Las agachonas son monógamas y los machos realizan un característico vuelo de cortejo en los crepúsculos, durante el cual emiten como un peculiar balido, ‘jejejeje’, al vibrar con el aire las plumas rectrices externas, que las separa totalmente del resto de la cola en vuelo picado.

La puesta suele ser de cuatro huevos y los pollos son alimentados al principio por parte de los padres, pico a pico.

Aparte de la agachadiza común, en España es relativamente frecuente la agachadiza chica (Lymnocryptes minimus), mucho menos abundante y que comparte con aquella prácticamente el mismo hábitat.

Es sensiblemente más pequeña, tiene un vuelo menos variable y potente; y, literalmente, necesita ser pisada o arrollada por el perro para arrancar el vuelo. Una vez en el aire, se desplaza una distancia corta antes de aterrizar de nuevo.

No se comprende muy bien por qué en nuestro país, donde es invernante y no cría, no está incluida en la lista de especies cazables, mientras que sí lo está en otros países de la UE.

La tercera especie con la que contamos es la agachadiza real (Gallinago media), aunque entre nosotros, por sus escasas citas, tiene la consideración de accidental. Es la de mayor tamaño de las tres y tiene el pico más corto que la común. Vive en Escandinavia y en Europa del Este, e inverna mayormente en el África tropical.

Agachadizas-especies

 

Guardo muchos y muy buenos recuerdos de cacerías de agachonas en mi niñez. Entonces las buscábamos mayormente en las extensas playas del río, cerca de la desembocadura, unas praderas fangosas cubiertas de barrón salado que las mareas bañaban y donde pastaba numeroso ganado vacuno y caballar.

Un día, al llegar, descubrimos una buena querencia de silbones en el lucio de Los Albardones y nos colocamos en sus orillas, llegando a cobrar unos 50 antes de empezar a batir las agachonas. Para ello marcábamos segmentos en la ancha pradera y la línea de escopetas familiares se colocaba desde la orilla del río hasta las alturas de almajo donde terminaba el barrón.

Cada batida iba acumulando el pájaro en la siguiente. Con lo que los resultados iban in crescendo. En los álbumes de fotos de mi casa hay alguna de mi padre con una percha de más de 200 y también una foto mía con mi primera agachona, aquella que protagonizó el ‘corte de chaleco’ que le hice a mi padre.

En este escenario se produjo la primera cita en España del escribano nival (Plectrophenax nivalis). En mitad de una batida, mi padre, que siempre tenía los prismáticos al cuello, vio aproximarse una bandada de bisbitas migrantes y, entre ellas, un pájaro blanco.

Al no poder identificarlo en vuelo y a cierta distancia, y viendo que el grupo iba a pasar por encima del puesto de mi tío Pepe, le gritó a este pidiéndole que intentara derribar al pájaro blanco, ruego que mi tío ejecutó con limpieza.

Una vez en la mano, mi padre lo identificó como un macho de estos escribanos nórdicos que yo después he visto con frecuencia como invernante en Gran Bretaña.

El ejemplar en cuestión se encuentra naturalizado en el museo de Ciencias Naturales de Madrid. Aquellas praderas de barrón fueron destruidas en su mayoría cuando, en los años ochenta, dragaron el río y los depósitos extraídos del fondo fueron acumulados sobre ellas, creando unas mesetas de más de dos metros de altura, que cambiaron por completo el hábitat y su vegetación. Hábitat, por otra parte, muy querencioso para la cría de un gran número de patos: reales, frisos, pardillas y colorados o claudios.

Después he seguido cazando agachonas en los tramos de orilla que no se alteraron completamente y en los almajales interiores, pero ya no se dan de forma tan numerosa. Cuando introduje a mi hijo en esta caza apasionante, lo coloqué en el extremo de una zona querenciosa y yo entré con la perra por el otro extremo.

Al llegar a su puesto yo había cobrado dos arrancadas por delante y él había tirado 25 tiros a las que entraban batidas por mí… ¡sin cortar una pluma! Así de difíciles pueden resultar y no solo para los no iniciados.

Cuando cazo a caballo en Gran Bretaña, las veo con frecuencia, sobre todo si estamos en una zona próxima a la costa. Allí las he arrancado hasta en mitad de un rastrojo no inundado.

También he derribado algunas en batidas de faisanes, y recuerdo una en concreto que cobré en Yorkshire en los grousemoors cuando estábamos cazando el grouse. Cada invierno, cuando los temporales de frío arrecian más al norte, levanto alguna en mitad de la campiña, cuando ando corriendo liebres o simplemente entrenando algún caballo de carreras.

La mejor forma de prepararlas para la mesa es cocinarlas con aceite, sal, ajo, laurel y jerez amontillado, encima de la candela en una sartén, envueltas en jamón ibérico. En mi familia han sido siempre la primera preferencia entre los platos de caza.

Junto con los patos, es la agachadiza la especie que más ávidamente despierta mi instinto cazador. Tal vez sea por la dificultad de su caza, por la predilección que mi madre le profesaba o por su atractivo y enigmático plumaje. No lo sé.

Javier Hidalgo

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