9000 hectáreas de monte bajo y pinar calcinados en Doñana

Un incendio forestal resulta tan desolador como la pérdida repentina e inesperada de un ser querido. Tiene en común con esta la carga de impotencia que trae aparejada para quienes lo sufren.

Desolación e impotencia a niveles extremos es lo que yo sentí cuando el pasado domingo 25 de junio, y a la vuelta de un viaje, me iba acercando a mi lugar de residencia en la orilla izquierda de la desembocadura del Guadalquivir. Alertado por las noticias de la radio, mi desazón se disparó cuando, desde 20 kilómetros antes de llegar a casa, percibí el olor a quemado en el ambiente y las nubes de humo y cenizas que transformaron por completo la luz natural de la tarde.

Que las 9000 hectáreas de monte bajo y pinar calcinados por las llamas en la vecindad de Doñana fueron el resultado de un acto bien planeado y ejecutado por algún o algunos desalmados, no parece dejar lugar a dudas. El incendio fue originado en cuatro puntos diferentes cuando las circunstancias aseguraban el éxito de la catástrofe.

La temperatura estaba por encima de los 30 grados y consecuentemente la humedad rozaba los mínimos. Y se había desatado un fuerte viento que fue rolando de noroeste a suroeste, lo justo y necesario para afectar la superficie de bosque de pinos que se enclava en el cuadrilátero formado por Moguer, Mazagón, Matalascañas y El Rocío.

Estas circunstancias y las condiciones en que se encontraba el pinar hicieron de todo punto inútil los esfuerzos por detener el desastre y nos hicieron sentir impotentes.

Soy consciente de que en esos pinares criaban milanos, águilas calzadas y culebreras, cuervos, cernícalos, aves rapaces nocturnas de varias especies y otros muchos pájaros como perdices, alcaravanes, carracas, oropéndolas, rabilargos, cogujadas, totovías, pinzones, currucas y camaleones, culebras, sapos y un largo etcétera.

Allí se habían refugiado algunos linces de Doñana, que convivían con ciervos, jabalíes, tejones, meloncillos y jinetas, y por todo el bosque había un rosario de lagunas de aguas temporales cuya vegetación asociada introducía una interesante diversidad al sistema.

De todo eso ya no queda nada, así como de las valiosas y complejas formaciones geobotánicas que conformaban las dunas y el acantilado de arenisca que corren por El Asperillo y la Torre del Loro, en la banda costera entre Matalascañas y Mazagón.

No voy a mencionar aquí los daños e inconvenientes económicos, sociales y personales que el incidente ha causado a la población humana que ocupaba el espacio afectado y que reiteradamente han sido expuestos por los medios de comunicación. Pero muchos de ellos y de los que se han infringido al medio natural, a la flora y a la fauna podrían haberse evitado.

Estos terrenos, en su mayoría públicos, adolecen de una notable carencia de manejo por parte de sus responsables, las Administraciones públicas, que es absolutamente necesario para su conservación. Esa política de no intervención resulta nefasta ante un incidente como el fuego.

No se roza el monte, no se retiran y destruyen los restos de la vegetación arbustiva, no se permite la existencia del ganado que controla el pasto, y todo ello contribuye a hacer del bosque un polvorín. Y no es que no hayan sido avisados. Al igual que cuando ocurrió lo del escape tóxico de Aznalcóllar en 1998, voces conservacionistas autorizadas y personas del campo habían advertido reiteradamente del riesgo que se corría si no se limpiaba el monte.

Pero los administradores tienden a considerar a los administrados como ignorantes, justo lo que ellos son…Unos amigos, que cultivan una explotación de árboles frutales en el centro de la zona que ha sido pasto de las llamas, han conseguido salvarla con apenas unos daños mínimos. Pero ellos, en su propiedad, siguen las prácticas tradicionales del campo y la tienen defendida por eficaces y bien mantenidos cortafuegos que ahora han conseguido detener el avance del incendio.

Lo que los ecologistas y ciertas ONGs conservacionistas –que están continuamente atacando sin fundamento a la propiedad privada y a la práctica legal de la caza– deberían hacer es aprender de estos desgraciados casos y presionar a las Administraciones estatales, regionales y locales, para que manejen los espacios naturales públicos de la forma tradicional que a lo largo de la historia ha llevado a cabo la propiedad privada en los cotos de caza y que ha demostrado ser la más eficaz y económica herramienta de conservación.

Águilas imperiales y linces lo agradecerían.

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