Disfrutar de lo que se tiene y no sufrir por lo que falta

Continuación de mi artículo «Veteranos (1)», aunque le haya precedido, podría ser el que publiqué hace más de dos años en el número 525 de Trofeo, «Limitaciones de un sordo para cazar», que cerraba con estas palabras: «Afortunadamente, todavía dispongo de excelente vista y buenas piernas, de modo que pongo en práctica lo que tantas veces he oído recomendar: “disfrutar de lo que se tiene y no sufrir por lo que falta”.»

Las quejas por lo que pierde el cazador al cumplir años son frecuentes, aunque eso sí, con matices diferentes: unos ponen el acento en lo perdido, otros en lo que conservan. En el número 170 de Jara y Sedal Jesús Caballero, que ha cumplido los cincuenta y ocho, lamenta su relación con las perdices: «En esas estamos en relación con mi pájaro favorito, esto es, en franca decadencia; (…) de un tiempo a esta parte, digamos los seis u ocho últimos años, vengo observando cómo la perdiz se me va resistiendo a su cosecha; (…) pasar de los cincuenta y ocho para la caza a rabo marca un punto de inflexión, una carga que también percibo en el resto de la cofradía». Pero –cara y cruz– a continuación agrega: «para el rececho de montaña, que es otro de mis vicios secos, no he percibido la misma merma».

Eduardo Coca Vita, a cada instante, muestra su pesimismo (ver números de Trofeo 514, 519, 538, 539 y muchos más): «El retroceso senil va parecido a cómo fue el ascenso juvenil, pero en inverso. Se empieza por renunciar a las perdices a la carrera. Se sigue por declinar los puestos de cuerda, ladera arriba o de mucho caminar en tiradas de palomas o monterías; (…) te asusta cazar solo, siempre pensando en caerte, porque la cobardía te domina y manda la desidia (…) La mano suplicada en mi último día de caza para cruzar un arroyo sin dar con mis carnes en su cauce fue el último eslabón de la cadena de mi decepción».

En la que yo creo buena dirección, Ramón J. Soria Breña dice: «Pero envejecer no es ningún argumento, ningún artilugio para tocar la añoranza, solo es la única forma de vivir y muchas veces nos permite acariciar mejor este tiempo presente, morder el placer de otra forma, con más hambre y consciencia». Se refiere a quienes han sabido hacerse viejos: «Los veo a veces por el campo, caminando despacio con la escopeta en guardia por un barbecho enorme, equilibrando su lentitud con su educado instinto, sus limitadas fuerzas, con su paciencia, con una pasión intacta». Sale al campo con su perrillo nuevo: «Saca un conejo, lo fallo, saca una perdiz y acierto. La sensación es la misma que cuando tenía treinta años menos. Ni añoranza, ni sueños aplazables. Solo el presente es verdad».

Comparto esta manera de ver las cosas. La vida no es un acervo que va perdiendo cosas a medida que pasa el tiempo hasta quedar en nada; más bien, creo yo, es un misterioso pozo del que por mucha agua que se saque permanece siempre lleno.

Desde esta perspectiva filosófica, a la que me han conducido las lecturas que cito, desciendo –o asciendo, según se mire– a un episodio mas concreto; lo narra José Ignacio Ñudi en su artículo «Crónica de una jornada de caza en un coto de ensueño», publicado en el número 480 de Trofeo. Tuvo lugar el 30 de diciembre de 2009: «A mi izquierda, de punta, con tres perros –podenco, braco y setter irlandés cruzado– va José Ramón Fernández Losada, setenta y cuatro años, propietario de esta preciosa finca de 350 hectáreas (…) A la derecha de Agustín, ya en terreno más abierto, camina mi padre, (…) también ha cumplido ya los setenta y cuatro. Más a la derecha, cerrando la mano, fuera ya del monte, va Francisco Cuenca, el más veterano y culpable de que yo esté hoy aquí con mi padre (…) A sus setenta y siete años se mueve por el monte con una soltura envidiable, y tira con una efectividad asombrosa. Le acompaña su inseparable Aquiles, un podenco andaluz de trece años, tan en forma como su dueño».

Describe las incidencias de la jornada y sus complementos; buena mesa, «luego la tertulia, deliciosa, junto a una buena chimenea…». Y para concluir, «una vuelta en coche por la finca (…) a pesar del estado de los carriles. Recorrimos parte de lo cazado y alguna que otra zona, viendo en todo momento un gran número de conejos y no pocas perdices, sumamente tranquilas al paso del vehículo».

Si José Ignacio nos hubiera acompañado la pasada temporada, habría encontrado el mismo panorama, salvo la ausencia de Chispa y Aquiles. José Ramón, Agustín y yo, en sábados alternos, cazamos de diez a dos y media, poco más o menos; disfruto la jornada de caza y no me amarga recordar que hace quince años, en este mismo coto, cobraba cerca de cien perdices, y en la temporada actual no llegaré a la docena.

El coto no es muy extenso, 350 hectáreas, por lo que el recorrido tiene pocas variantes; no todos los días cazamos La Solana, El Mirador o Fuentevega, pero el final es siempre en el mismo sitio: La Loma del Gallinero. Llegamos Agustín y yo, José Ramón nos ha dejado un poco antes para dar el último toque a la comida. Debo pasar un regato por donde escurre el agua sobrante de una charca próxima y del pozo de la huerta; no mide más de un palmo de ancho, pero me he mojado al cruzarlo, bajo la hierba que me pareció enjuta corría el agua… ¡Hace cincuenta años habría saltado, cargado con escopeta y morral, un arroyo de tres metros! Pero no pienso en esto, la casa está muy cerca y una acogedora chimenea me aguarda; al amor de la lumbre me seco los pies, los calcetines, las botas; un placer imposible si antes no me hubiese mojado.

Francisco Cuenca Anaya

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