El relevo generacional de los cazadores

«La idea de relevo generacional implica el juicio de que los adultos entregan algo a los jóvenes que se acercan a ser adultos».

Es sin duda el mayor problema del sector. Ese paulatino aporte de juventud que viene diluyéndose en el conjunto del colectivo, con mayor o menor intensidad, de continuo y de siempre, da muestras hoy de su poco caudal.

Sin un relevo generacional el futuro de la caza tiene los días contados, y esta parece la deriva según los datos. Las trabas administrativas y una imagen pública cada día más deteriorada no ayudan.

En los tiempos que corren abundan los juicios sobre la vieja y la nueva política, y anda muy extendida la sugerencia de que las generaciones actuales dejen paso a las que llegan. Algo parecido ocurre en el mundo de la caza; hace unos años, en las páginas de Trofeo alguien lo sugería, incluso indicando nombres concretos. Este relevo generacional es inevitable, ley de vida; pero lo entiendo no como cambio brusco, borrón y cuenta nueva, sino como la coexistencia armoniosa de jóvenes y viejos.

Ni siquiera en política creo que haya concluido el papel de quienes la vivieron; prefiero las palabras de Felipe González o Alfonso Guerra a la interminable monserga de Sánchez, Luena, Hernando y compañía. La vejez no es, en sí misma, una catástrofe, ni para muchos la peor época de su vida; tampoco para todos la juventud es «divino tesoro».

Si nos acercamos a la literatura vemos que innumerables veces, cuando se habla de la vejez, se pone el acento en sus aspectos negativos. Miguel Delibes, paradigma del escritor-cazador, en una de sus novelas, La hoja roja, narra la vida del protagonista, don Eloy, que acaba de jubilarse al cumplir 70 años, al que ha salido la «hoja roja», que, como saben todos los hombres de mi generación, avisaba de que solo quedaban cinco en el librillo del papel que utilizaban los fumadores para liar los cigarros. Para el viejo don Eloy la jubilación es la antesala de la muerte: «nada le quedaba por hacer en la vida»; sus recuerdos son tristes, ni enriquecen el presente ni le ayudan para el futuro. Está lleno de manías ridículas: «Duerme con la faja y los calcetines puestos»; «no se desayunaba porque decía que el estómago es la víscera que más tarda en despertar, y era malo sorprenderle»; «se arrodillaba durante media hora para facilitar la digestión… porque en aquella postura el estómago permanecía más próximo del centro de la tierra y en consecuencia la gravedad tiraba de los alimentos con más fuerza…»; «madrugaba con el alba para hacer de vientre en la espesura del parque»; subía las escaleras «doblado por la cintura en ángulo recto ya que de este modo el diafragma se desplazaba y podían ascenderse cincuenta y hasta sesenta peldaños sin que los pulmones se fatigasen». Contaba cien veces las mismas historias.

Comparte visión pesimista de la vejez don Eduardo Coca Vita, también cazador-escritor, que desde hace muchos años enriquece las páginas de nuestra revista. Con motivo de su jubilación se siente identificado con Delibes y ve en La hoja roja «un cuadro real, una imagen cabal, una foto anticipada… de lo que iba a empezar a ser mi vida…» (…) «La edad es un mal amigo cuando contra ti va.

Particularmente desleal resulta con el cazador que cumple años y “descumple” sueños, prefacio de la derrota en el atardecer de la vida». Refiriéndose a Delibes, dice: «Si él pensaba a veces que no era de este mundo, yo cada vez lo doy por más seguro. Y no solo como cazador, también como hombre» ¡Ay de los músculos y huesos, Eduardo! «No valgo ni para sentarme en un peñón plano» (…) «¿Qué queda? Poco bueno. Ir creciendo en decaimiento y torpeza» (…) «¿Qué queda entonces? Posiblemente poco más que ver pasar el tiempo y preguntar por qué un cazador se tiene que jubilar».

No comparto esta visión de la vejez; ante la insignificancia de mi pensamiento invoco la ayuda de otros más brillantes. Cicerón, en el diálogo De senectute, ve las cosas de otra manera; Catón se dirige a sus interlocutores en estos términos: «Las artes y ejercicios de las virtudes de Escipión y Leilo son las armas más propias de la vejez, las cuales, cultivadas por todo el tiempo de la vida, dan maravillosos frutos habiendo vivido largos años, no solo porque jamás le desamparan a uno ni aún en el último extremo de la vida (cosa que es de mucha satisfacción), sino porque da mucho gozo la seguridad de haber vivido bien y la memoria de muchas buenas obras» (…) «He conocido yo a muchos que ninguna queja tenían de la vejez, que no llevaban a mal verse libres de los lazos de los deleites y que no los despreciaban sus amigos antiguos» (…) «Yo ahora no echo de menos las fuerzas que tenía en mi juventud, más que apetecía entonces las de un toro o un elefante.

Cada uno se ha de acomodar con lo que le ha concedido la naturaleza, y todo lo que haga que sea a proposición de sus fuerzas» (…) «No hay fuerzas en la vejez: ni tampoco ella las pide, ni las desea para nada». Tres siglos antes, Platón, en el libro primero de La República, también se muestra amable con la vejez. Le cuenta Céfalo, que se encuentra «en el umbral de la vejez», a Sócrates que cuando se reúne con otros hombres de edad aproximada muchos echan de menos los placeres de sus años juveniles, y echan a la vejez la culpa de todos sus males, pero «a mi parecer, Sócrates, no dan con la causa real que los producen… porque si la vejez fuera la causa, hubiera sufrido yo lo mismo que ellos…» (…) «¿Cómo te comportas respecto a los placeres amorosos?»; a lo que él contestó: «Calla, por favor, buen hombre, que me he librado hace ya tiempo de ellos con la mayor alegría como quien se libera de un amo furioso y cruel» (…) «Pues en verdad que para los prudentes y bien dispuestos la vejez no constituye un gran peso; pero sí lo es, Sócrates, tanto para el viejo como para el joven que no posee esas cualidades».

Me siento reconfortado por estos ilustres filósofos. Así que, desde el honorable club de los viejos, al que por derecho propio pertenezco desde hace tiempo, me propongo escribir sobre cosas vividas, que los jóvenes y los no tan jóvenes no han conocido. Por eso he titulado a este artículo «Veteranos (1)»; espero que nazcan el 2, el 3 y el 4. (Una curiosidad que apunto fuera del texto: las cosas que comparto con Eduardo Coca, a quien no conozco. Como yo, ha nacido en un pueblo de Jaén; es hijo de maestro, hombre de leyes; caza muy cerca de donde yo cazo y hemos sufrido intensamente con la muerte de nuestros últimos perros).      

Francisco Cuenca Anaya        

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