Jabalí estilo Obelix

-¡Ese es bueno!- Susurró. Apuntó con una soltura de western el pequeño rifle del siete y disparó. El jabalí no dio ni un paso. El resto de la piara atravesó el claro en dos direcciones. El macho grande pasó después a trote, sin correr demasiado, olisqueando con los morros hacia donde estábamos apostados nosotros. La pieza abatida apenas pesaba veinte kilos.

Comenzó a salir el sol por la uve del cerro de la lobera. Flore hacia ya muchos años que no cazaba a los grandes, esos se los dejaba a los monteros finos que luego se retratarían con los animales en la explanada de la casona, bajo los dos enormes eucaliptos. Dejamos la pieza cubierta de brezo para que no le picara la moscarda y bajamos al bancal abandonado del llano donde, a la sombra fresca de grandes robles olvidados, nacían todos los octubres buenos hongos marrones.

La garganta bajaba por fin crecida tras las últimas tormentas y el campo comenzaba a reverdecer con esa timidez incierta que da el primer frío. Metimos el montón de boletos dentro de mi jersey y volvimos a por el pequeño jabalí.  Los recuerdos son así, minuciosos a veces aunque llegan de muy lejos, vagos e imprecisos a pesar de haberlos vivido ayer.

Ya en la casa, tras desollar, destripar y sangrar bien al bicho, metió su cuerpecillo en una vieja tinaja que parecía hecha a medida. Dentro vertió un gran cubo de adobo hecho con un gran manojo de tomillo, varias ramas de laurel, romero, pimentón, varios puñados de flores de orégano, dos litros de vino de pitarra, un kilo de miel de brezo, medio de sal y el machado de dos cabezas de ajo.

Ahora que ya no está, cada vez que piso de nuevo sus dominios vuelve a mi lado esa voz y vuelven sus sentencias, decires, consejos, razones. Tenía un voz ronca, franca, orgullosa, libre. Ahora lo sé. Era un tipo curioso, sin apenas prejuicios, todo lo que afirmaba antes lo había comprobado a través de su propia experiencia en la vida o en el campo. Pero le hacía gracia que tomase en tanta consideración sus palabras, que anotase de forma minuciosa sus historias en mi grueso cuaderno de campo.

Tiempo atrás había visto en una de las revistas atrasadas que le solía dejar el dueño de la dehesa, que en lugares lejanos de América, en Misisipi o Montana, otros cazadores asaban y ahumaban los puercos cazados. Así que siguiendo el dibujo que había en la revista, con dos bidones grandes de gruesa chapa de acero, fabricó su propio ahumador y aprendió a asar así muchas de las piezas de caza.

El pequeño jabalí se pasó nadando en el adobo dos días y metido en el bidón caliente de arriba un día entero mientras Flore regulaba con mano experta la leña y las hierbas precisas que si iban quemando despacio en el bidón de abajo o untaba a cada hora, una y otra vez, la carne con el chimichurri espeso del adobo. Por la noche vinieron al husmo o al humo los cuatro pastores que tenían las ovejas en los rediles del hondo que daba a la laguna cercana.

Ellos trajeron el pan, tres quesos frescos, uno bien curado y un cesto con los últimos tomates del año con los que hicieron el típico rinrán de la tierra. Yo aportaba el vino fino del norte que luego hizo chascar muchas veces las lenguas y soltar tantas risas. Flore colocó el jabalí entero y renegrido encima de una gran fuente de loza.

Sixta, su mujer, guisó un revuelto con los boletos, una docena de huevos y un ligero ciscado de pimentón rabioso. De postre teníamos una gran fuente de higos de pezón largo y corazón rojo. Recuerdo que hice alguna foto porque la estampa de aquella mesa lista para el festín me recordaba al gran tablón final de los comic de Asterix y Obelix.

También recuerdo que lo dije en voz alta y todos se me quedaron mirando sin saber muy bien quienes eran aquellos dos tipos de nombres tan raros. Hoy me asombra como ese sabor sigue vivo en mi memoria con tanta precisión. Tras la primera costra del asado la carne del animal era tierna, jugosa, muy perfumada, tenía un sabor intenso a las hierbas del campo pero también un gusto delicado y agridulce.

Cada cual con su navaja iba cortando y comiendo, mojando la conversación en el vino y en una complicidad en la que me dejaron entrar sin reparos, a pesar de la amenaza de mi bolígrafo garabateando palabras de cuando en cuando en el cuaderno. En mi vida he probado una carne de caza tan rica.

Ahora que yo mismo estoy aprendiendo a ahumar me doy cuenta de la dificultad de conseguir ese punto, de lo complicado que es dar con la temperatura, el tiempo y el humo adecuado. Ahora que yo también tengo la edad de Flore en aquel tiempo me doy cuenta de lo preciosa que es la memoria, poder recordar y mantener de alguna forma en la vida a quienes ya no existen pero aún siguen estando.

Cuantos más alimentos nuevos pruebo, cuantas más golosinas descubro, cuanta más guisos finos degusto, me doy cuenta que aquella cena fue de verdad fastuosa, propia de reyes antiguos, de cazadores remotos, de hombres dichosos y libres. Ahora lo sé. Aún guardo el cuaderno aunque las palabras y sucesos de entonces están escritos a fuego en otra parte. Y ahora aquí.

Ramón J. Soria Breña.

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