La fábula del marqués frustrado y la condesa viuda

Desde el mar añoro las sierras, los barrancos y me invade la melancolía. Viene a mi memoria una vieja historia montera que nada tiene que ver con la montería, o sí…

El marqués frustrado, cazador empedernido, y la condesa viuda, a quien no le hacían mucha gracia los ambientes cinegéticos, llevaban varios años envueltos en un maravilloso noviazgo donde las luces eran superiores a las sombras. Convirtieron un funeral en el principio de una historia de amor. Disfrutaban de un vínculo excepcional, irrepetible.

Se conocieron cuando ambos estaban respectivamente separados, lo cual fue providencial para que fluyera el amor, pues sus malogrados matrimonios marcaron en ellos el inicio de una relación personal e íntima de imposible superación. La providencia los unió.

Antes de tratarse, la condesa viuda y el marqués frustrado llevaban vidas normales, se habían enamorado en diversas ocasiones, como todo el mundo. No obstante, ¡nada! ni remotamente parecido a lo que había surgido entre ellos…Por cierto, los títulos que ostentaban tienen un origen imposible de desvelar sin traicionar algún secreto…

Los años iban pasando, la complicidad maduraba. El Sr. marqués susurró el primer «te quiero» y a partir de entonces ambos abrieron sus corazones. En más de cinco años dicho amor moraba ya perpetuo en el ánimo e inconsciente de los dos. Se había reforzado, la pasión crecía de forma incontrolada, parecía un enamoramiento perpetuo. «Nunca nadie me ha tocado como lo haces tú»; cualquier caricia, aun involuntaria, transformaba sus miradas.

Cuentan que, mientras se hallaban juntos y unidos, pasaban los mejores momentos de sus vidas. Cuando se separaban, el marqués se distraía y la condesa se enfadaba, con razón. Las épocas estivales, ya fueran en Madrid, frente al mar, en Gijón o en Valencia, resultaban verdaderamente inolvidables. Todo ello a pesar de los dolientes momentos provocados por la afición venatoria del marqués…

Todo arrancó a desbaratarse durante un funesto mes de septiembre, cuando la Sra. condesa, desconfiada, pero sin motivo para serlo, con el marqués, se dejó llevar por los fantasmas que todos tenemos dentro; y el Sr. marqués, por causa de los suyos, no alcanzó a cuidarla lo suficiente. La berrea provocó que el marqués frustrado desapareciera en el campo más días de los convenientes y la condesa viuda no alcanzó a comprenderlo.

A finales de un agosto cualquiera regresaban felices de alguna isla del Mediterráneo. Por algún motivo, la Sra. condesa viuda, ya casi enemiga de la condición de cazador de su amado, decidió distanciarse un poco ante la desaparición «en pos del venado» del Sr. marqués. Un pueblo de la Sierra de la Culebra tuvo la culpa, pero no la responsabilidad, que fue de los dos.

El principio del fin, como siempre, comienza con los silencios y continúa en nuestras cabezas, las cuales tienden a identificar dichos silencios con negativos desengaños del pasado provocados, en muchas ocasiones, por malvados. Somos prisioneros de nuestras propias experiencias, decía Platón.

Sin embargo, el amor era fuerte, inextinguible; como diría el poeta, «más poderoso que la muerte». Así, el reencuentro fue inevitable, desvaneciendo todo lo negativo en una suerte de reconquista que logró transformar dos almas en una sola.

Las monterías se redujeron en idéntica medida que aumentaba en la condesa viuda el beneplácito hacia la pasión campera del marqués frustrado. La caza dejaba de ser un obstáculo.

Al cabo de los años superaron trabas, escollos, atolladeros provocados por la vida y la iracundia de ambos, lo cual los enseñó a rescatar su templanza, a aceptarse con humildad, afianzando una alianza inquebrantable. Hoy nadie duda ya de la existencia de estos personajes ni de su historia de amor. Algunos cuentan que un extraño olor a humo de hoguera montera dibuja en el aire sus figuras… aunadas para siempre en el cielo.

(Esta fábula me la contó un buen amigo, el mejor, después de una jornada entre luminosos verdes de otoño que, según él, rememoraban los ojos y la mirada de la condesa. Quiero dedicarla a una señora admirable, única, excepcional, vigorosa, inteligente y audaz, que logró admitir la condición de cazador de su marido y que ambos, aceptándose mutuamente, alcanzaran, no sin esfuerzo, mantener sus almas eternamente hermanadas. Asimismo, la brindo a todas las mujeres que soportan largos fines de semana solas, regalando una sonrisa cuando el cazador regresa a casa).

Ya saben, la melancolía estival provoca grandes canciones de amor y, eventualmente, humildes leyendas escritas.

Manuel María Baquedano

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