Anhelos monteros, ojeos, paseos, sierras y siembras. Empeño, esfuerzo. Octubre… Ya es otoño, otoño en plural. Comienzan las ilusiones. Los verdes se tornan cobrizos, pardos, rojizos y mil verdes más. El monte, nuestro monte, nos aguarda. Espera ansioso el retorno de los poetas. De aquel que pasea sus versos envueltos en cartuchos de pólvora. Del otro, quien aguarda sujetando el puesto con su rifle. Todos, guardianes del talento del campo.
Pasión y muerte en cada palabra que se traza con fuego. Un nuevo capítulo del libro de la dehesa, del sotillo, el erial. Los cazadores no somos bolígrafos azules tirados en la mesa de un despacho gris. No somos papeles inacabados, ni informes infinitos. Los cazadores somos parte de la naturaleza. Damos forma a la naturaleza; constituimos una inseparable simbiosis dentro del flujo vital. ¿Por qué nos niegan la verdad? ¿Quién se atreve a negárnosla? ¡Quien!
La caza no es solo el genio de la emoción dibujada con el temblor del corazón, el agarrotamiento del estómago o la sangre apelmazando nuestras venas. La caza es el destino, la meta del ser humano completo.
El cuadro de la conservación, de la predación, del entorno silvestre, solo tiene un pintor: el cazador. Biodiversidad, ecosistemas o medio ambiente, no son palabras líricas, pero las escriben también cazadores. Amén.
En efecto, la música en el campo es composición montera, ojeadora, rehalera, de los que, ‘al paso’, interpretan una postura envuelta en las hojas de fugitivos vuelos. Instintivas carreras que barruntan el peligro. Armonía venatoria.
Nuestro arte no es un dibujo animado o un planeta de simios cuyo objeto es subvertir las conciencias en una suerte de humanismo perturbado. Nuestro arte es realidad. Nuestro arte no se garabatea en un despacho de estilográficas negras sin estrenar, no se mecanografía en impolutas computadoras, ni se negocia con un resplandeciente móvil pagado con nuestro dinero. Nuestro arte es naturaleza pura. Agua cristalina del virado arroyo de la montaña donde, previamente, bebió el macho montés ahora abatido por el poeta. Cada paso del poeta en pos del venado, del cochino o de la perdiz, inspira un nuevo relato. Fábulas e historias al amparo de una morra o al desabrigo del rastrojo. Mesas viejas, bolis viejos.
Retumban voces provenientes de hormigonadas oficinas para erradicar las melodías del monte; voces sin campear. Voces putas. Mientras, otras, acaso tarde, pretenden dar marcha atrás a demasiados años de desinformación y sinsentido ecologista. ¿Conseguirán frenar a las factorías del engaño subvencionado, a los fabricantes del humo más tóxico para nuestra naturaleza…? ¿Animalistas o alimañas?
Corren sin parar en las oficinas de los bolígrafos azules, de las estilográficas cargadas de euros, las camisetas perfectas cuyos lemas nos recuerdan lamentos pasados, dictaduras de hambre y miedo. Dentro de ellas, las pieles perfectamente perfumadas de los violentos gurús de la agonía planificada, del ocaso de la madrugada de los poetas.
¡A por todos ellos!, con nuestros bolis viejos y nuestra ciencia. Con la verdad. Con el arte. Quien dijo que el arte no puede alimentar a la ciencia, desconocía la caza.
Y mañana, octubre… ¡A por las manchas, al páramo, al barbecho!, ¡a buscar la trocha, la huella, la sangre contenida!, a huir del viento… El monte nos espera, nos llama, nos quiere. Amor fiel, amor sincero.
Manuel María Baquedano