Morir de éxito

No te preocupes, ni siquiera te darás cuenta. Entraré sigiloso con el aire en de cara, buscando esa encina de tres patas donde te gusta tumbarte en el mullido suelo de esa isla entre siembras donde este año tocan yeros, esos que tanto disfrutas atacando su jugosa raíz en los meses de estío.

Querido capreolus, ese terrible momento ha llegado: tenemos que despedirnos. Es tiempo del agridulce desenlace después de tantas jornadas juntos. Pensar que te he visto nacer, como hice con tus padres y abuelos, hace, pese a que resulte incomprensible, mucho más fácil este adiós. Aunque en mi memoria jamás desaparecerás, te llevaré conmigo allá donde vaya. Narraré tus andanzas cuan trovador sin cornamusa a todo aquel que preguntare tu historia. Nuestra historia. Ese duelo de ingenios donde me has ganado la partida tantas veces, hoy toca a su fin. Se acabó tu suerte.

Recuerdo la primera vez que me tropecé contigo, en una soleada mañana del final de mayo. Andaba yo, como siempre, embebido en mis pensamientos cuando, literalmente, topé contigo, con esos pequeños ojos negros que me miraban inmóvil agazapado entre las altas hierbas que forraban en laderón bajo el camino que separa el cerro del vallejo de la mina, en la parcela de Manolo, el de la peña. Inmóvil, perfectamente camuflado por esa piel moteada que casi te hacia invisible a ojos indiscretos, no sé cuál de los dos se sorprendió más en ese inesperado encuentro. Pero, tras ese primer momento de zozobra, recuerdo como si fuera ayer lo difícil que me resultó tomar distancia, no acariciarte, no arroparte entre mis brazos, apartarme lentamente y, sin perderte de vista, tratar de borrar mi rastro devolviendo cada brizna a su lugar, trazando una media luna caminando de espaldas sin perderte de vista, hipnotizado con la gracilidad de tu belleza. Con un único pensamiento: que ninguna gandana pudiera a través de mi torpeza dar contigo. Recuerdo lo difícil que fue hacerte un par de fotos con el móvil, pues el alto pasto forrajero que me llegaba a la cintura, casi te tapaban por completo y yo no quería dejar señales de mi presencia en el lugar, a sabiendas de que impregnar de mi olor tu cobijo podría ser para ti una sentencia de muerte.

La verdad es que puede que nuestro encuentro no fuera tan casual, pues el año anterior tu madre ya había parido en esa parcela a un par de parientes tuyos, no sé si hermanos o hermanastros, pues esa manía que tiene tu madre y todas las madres de tu especie de andar picando de flor en flor durante el celo, yaciendo por doquier con los mejores machos que perpetúen su linaje, lo hace ciertamente complicado. Pero viendo tu evolución con el paso de los años, la mala leche que gastas, el color oscuro de tu manto y la perfecta ejecución de las seis largas puntas de tu tocado, me han hecho que, desde tu segunda cabeza, estar casi seguro, de que algo tuvo que ver aquel impresionante macho al que llamábamos el Chocolatero, y que el capullo de Laure echó al suelo diciendo entre risotadas nerviosas: «¡Perdón papá, perdón papá, me he equivocado!», mientras la hembra que le había señalado corría siembra abajo como alma que lleva el diablo. Lo que Laure en ese momento no sabía es que no tenía duda alguna de que me la iba a jugar y por eso estamos allí, entre dos luces, a la caída de la tarde, esperando a que saliera del pinar, como tantas veces. Creo que pocos regalos tan bonitos ha ofrecido la madre naturaleza a un padre que poder vivir los nervios, la emoción, la duda y el respingo posterior al abate de ese hermoso corzo color chocolate que dio pie a la más maravillosa de las sonrisas bajo el brillo chispeante de los ojos exultantes de un imberbe cazador. Ese beso y ese abrazo que casi acaba con los dos en el suelo, es algo que nadie jamás me podrá arrebatar.

Querido capreolus, aunque bastante cabroncete a partir del tercero, tus primeros años no fueron muy distintos de los de otros corzos. Pegado a tu madre el primero, aprendiendo a reconocer los mejores brotes, las mejores siembras o el sabor de la melosa, cobijado a su amparo o rampando y dando cabriolas con tu gemelo, disfrutando de soles nieves y aguaceros tumbados sesteando, o al socaire en el monte. La verdad es que tu madre fue muy paciente contigo y te aguantó hasta bien avanzado el siguiente parto, en el que momentáneamente te apartó para permitirte rondarle algún tiempo después, no mucho. Cosa distinta hubiera sido si te hubieran parido hembra, pues hubieras disfrutado más tiempo de su compañía y, probablemente, no te estaría dirigiendo estas letras, simplemente un hola y adiós. Eso sí, en su momento indicado, como mandan los cánones.

Algún día le preguntaré a alguna hembra, como hacen eso de dejar los embarazos suspendidos hasta diciembre, eso que llaman diapausa embrionaria, pues creo que tú careces por tu sexo de esa información, aunque estuvieras en el limbo de los corzos durante esos cuatro meses, en los que, además, la abundancia de alimentos y la bondad del clima de aquel año permitió a tu madre escoger parir dos machetes.

Tuviste la gran suerte de nacer en un territorio en expansión donde, pese a tu destacado tamaño respecto a tus compañeros de añada, algún roce tuviste con el macho dominante, que no vio en ti el suficiente peligro para escarmentarte más allá de un par de carreras de sonoras ladras. Permitiendo, curiosamente, quedarte dentro de los límites de su territorio sin obligarte al exilio, algo que en zonas más al norte donde la densidad es mayor y, por tanto, la competencia, hubiera significado tu expulsión inmediata. Una suerte para ti haber nacido en esa ‘manchuela’ rica en oportunidades con ese idílico damero de siembras y monte, agua, sol y refugio, donde aún no se habla de miasis, al contrario que en las zonas tradicionales donde los corzos no albergan larvas de Cephenemyia en ollares y gargantas, y la Hypoderma no mortifica sus lomos con esa quemazón que produce que te taladren la piel a bocados.

Al menos tú no morirás de éxito, del éxito de una expansión descontrolada favorecida por una gestión silvícola sin parangón en Europa y el triste abandono de un mundo rural donde ya no se escuchan las risas de los niños y no tañen las campanas salvo a muerto, donde uno aparcea las tierras de muchos en pos de que todos ganen algo. Descontrolada expansión amparada por una gestión egoísta que no ha querido entender de ratios, de equilibrios, de la necesidad de un control poblacional en base a una capacidad de carga. Y digo egoísta, sí, pues aún muchos piensan erróneamente que, a más hembras, más corzos, consiguiendo únicamente que estas dejen de parir y sean vectores de transmisión de todas esas puñetas de las que hablamos y cuyo mayor aliado es la sobrepoblación. Gestión egoísta que aboca al declive los trofeos de sus machos. En el campo hay lo que hay y si no hay para todos, mal vamos.

Querido capreolus, tu tercer año fue colosal, volviéndose tu coronada testuz objeto de deseo y enseña de combate, guion que señala la grandeza de tu estirpe y reta insultante al contrincante, invitando a poner pies en polvorosa a aquellos que aún no han sido favorecidos por la Madre Tierra o no lo serán nunca. Pero no todo ha sido un camino de rosas para ti. Te recuerdo que, aunque tú no me vieras, yo sí te he visto doblar el lomo, te he visto salir cabeza gacha tras dos horas de combate, carreras y ladras con ese macho que te enseñó modales en aquel manchón del arroyo de la Cueva de la Judía. Primer año de pandemia. También mi primera salida tras meses de encierro en la cómoda prisión de ladrillo y cristal. Y he aquí donde, la casualidad, quizás los hados, quisieron que escuchara la primera andanada sonora que el viejo macho dirigió a modo de aviso a ese altanero que pretendía sus predios. Poniendo culo en tierra y bien apoyada la espalda sobre el amplio tronco de un negral al borde del cereal un par de metros adentro, asistí en silencio a vuestro duelo particular. Primero, la ladra en distancia que se acorta por momentos; después, ese baile chulesco que suele acabar, y acabó en frenéticas carreras y estruendosos topetazos y entrechocar de cuernas blandidas como espadas, con algún que otro puntazo. Mi posición no me permite verlo todo, pero lo que no veo lo imagino. Hasta que, por fin, en un secular silencio, vislumbro ya, entre dos luces, cómo asomas exhausto por el ribazo, cabeza gacha, andar cansino… y, detrás de ti, a veinte metros, tu verdugo escoltándote al destierro. Una vez más te sonrió la suerte y el silbido del .270 W destronaba al vencedor.

Dos años ya han pasado desde que esos 145 grains dieran un vuelco a tu futuro, colocándote como amo y señor del territorio. Y la verdad es que he de reconocer que no lo has debido hacer tan mal, pues aquí sigues campeando a tu antojo, corriendo rivales y cubriendo hembras, y aumentando el poderío de esa corona, que me temo empezará a perder fulgor, pues este año otros machos han tirado y desmogado antes que tú. Me temo que es tiempo de reemplazo, pues ya despunta quien apunta maneras a ocupar tu puesto, un macho nuevo y robusto que nunca antes había visto y que aportará sangre nueva.

Querido capreolus, en el fondo has sido un tío con suerte. Has tenido una placentera existencia vigilada por algunos locos convencidos de que una correcta conservación pasa por aplicar pequeñas dosis de plomo controlando y adaptando el territorio a sus posibilidades. Chalados que cada año recogen su cosecha en forma de carne y cuerna. Y que entienden la caza como un recurso natural renovable, o como dicen ahora ‘como algo sostenible’. Chalados que no se enfundan en ideologías, modas o corrientes, que saben el lugar que ocupa cada cual en el orden natural y que quizás por ello gusten tildar su condición de ‘naturalistas’.

No te preocupes, ni siquiera te darás cuenta. Entraré sigiloso con el aire en de cara, buscando esa encina de tres patas donde te gusta tumbarte en el mullido suelo de esa isla entre siembras donde este año tocan yeros, esos que tanto disfrutas atacando su jugosa raíz en los meses de estío. Quedamente buscaré tu corazón con la cruz de la lente y durante un eterno instante ambos latirán a la par, hasta que monte el pelo; después… el silencio.

Laureno de las Cuevas

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