Polvo de cuerno de unicornio

Osea. Si yo digo, título, solamente «el polvo del unicornio», habría dado lugar a otro tipo de interpretaciones; pero si especifico, aunque sea algo más largo, que se refiere solamente, únicamente, al polvo del cuerno del unicornio, está claro que se refiere de una manera decisiva a esa harina que se viene alcanzando, a veces o siempre, con una gota de sangre dentro, sangre humana digo. Ya se sabe de qué va la historia.

Aunque a veces esté hecho un taco. Un «Taco Medina», como me dijo el otro día un humorista del sur, de los que te encuentras en el AVE vestido de verde incluso cuando no se ha levantado aún la veda. Que todo llegará, no se preocupen.

Porque el unicornio existe, aunque nadie de verdad de verdad lo haya visto. Es un animal bello, perdone que lo llame animal –espero–, que es como un bonito caballo blanco, a veces negro, que lleva en la frente ni más ni menos que un cuerno, como un colmillo frontal de los del rino. El feo rino y el bello caballo de la leyenda; su estampa está en los viejos libros, a veces en los códices miniados y, desde luego, en la tradición.

Eso sí, el cuerno, debemos especificar, que más que cuerno es lanza de narval, como aquella que tenía en su casa de las afueras de Madrid el mismísimo Miguel de la Quadra Salcedo, cazador de historias, el mejor sin duda de toda nuestra generación; o quizá más desde el propio Bernal Díaz del Castillo, el gran cronista de América, a cuya tumba, en la catedral de Guatemala capital, fuimos un día los dos, Miguel y yo, por «ver si se nos pegaba algo», en compañía de aquel cardenal asturiano que fue príncipe de la Iglesia en ese país, donde hubo un tiempo en que se cazaban los humanos como si se tratara de jaguares.

Lo mío se llama la enfermedad cerebral del canasto de cerezas, o sea, cerezal jugando a las palabras, y que es como si se tira de un racimo de las mismas, habidas o encontradas en un canasto; se va tirando de todas hasta conseguir que el enredo se convierta en una hazaña de dimensiones imposibles.

Claro que debo decir que la cazadora de historias, sin duda, es Ana Rosa, de la Cinco. Reportera formidable de toda la vida, tiene una vieja casa que fue secadero de tabaco en el valle del Jerte, donde cultiva las mejores cerezas de este planeta, según se me ha informado con motivo de la boda de uno de sus hijos, hijo también de Alfonso Rojo, también a su vez cazador de noticias como pocos, al que, por primera y única vez, he visto vestido con el chaqué ceremonial necesario, que me ha hecho recordar momentos inolvidables de cuando éramos corresponsales de la aventura y, por ejemplo, estábamos en Filipinas; aquel día, inolvidable al menos para mí, en el que me tuvo que llevar hasta aquel hospital de Manila, porque, como les cuento, «servidor echaba piedras por la boca»; caso histórico, único, del que al menos no se tiene noticia, hasta ahora que se efectúa el milagro en el Congreso y fuera del Congreso, cuando aún no hemos encontrado el unicornio del pacto, del trato del contrato, etc., etc.

Eso sí, les quiero decir que me voy reencontrando después de esa caída, a punto de mortal, que tuve el otro día en la estación de Atocha de Madrid, y que, aunque ya es del dominio público, estuvo a punto de convertirse en una necrológica, o al menos en una esquela de compromiso. Servidor, que ya tenía de antes otra, u otras dos, de las que ya fui operado a vida o a menos vida en su momento, me quedó o quedome –a veces hay que usar el castellano clásico dadas las blasfemias que con el idioma se hacen– un coágulo que no termina, en el cerebro digo, de cerrarse o de secarse y que ha vuelto a tener sangre líquida, esto es, una hemorragia cerebral de la que me voy curando poquito a poco, que a ver si consigo que se estabilice y me den el alta, sobre todo para tener la gloria bendita de poder escribirles todos los meses, momento que aprovecho para enviar un abrazo, otro, a París, mi ex, en cuerpo y ‘arma’, como hace unos días, a la par que vuelvo a mirar con arrobo la perdiz que mi nuevo director, Capote, me regaló aquel día, fecha de oro en la historia cinegética de mis trofeos más preciados.

Escribía yo más arriba –que a veces se me va el santo al cielo con la dichosa memoria– que el unicornio ahora está siendo muy contado y hasta perseguido, aunque se dude de su existencia. Está en una serie nueva de la tele –que ya no saben qué inventar–, está en la aparición el otro día de una de estas inmortales criaturas, está en versos, historias jamás contadas…, pero solo porque los chinos riquísimos, que son los más ricos del mundo –¡ay si Mao levantara la cabeza!– desean ese néctar, esa harina, ese polvo de arroz, porque a la par que aclara sus meninges los revitaliza sobre todo en lo que a la cacería del amor se trata, que ya se sabe que es una cacería, un arte del gran tapiz cinegético, una vieja tradición cierta, ya que hay cazador y hay pieza, y son muchas las armas que se pueden usar en el trasiego, desde el arco con flecha de la palabra, que ahora vuelve con toda la fuerza de los tiempos de Robin Hood, hasta hoy, en que el rifle y la espera siguen siendo fundamentales…

En fin, que hoy por hoy ya tienen bastante mis leales. Que gracias por su espera, nunca mejor dicho, y que lo que me dijo en su día Gabriel García Márquez mientras volábamos de México a Costa Rica en aquel avión de la noche al que llamaban «el lechero» porque paraba en todos sitios, mientras le dábamos al gin-tonic, salvavidas en el que nos refugiábamos dado que éramos los dos humanos de mucho miedo en vuelo, porque como decía el gitano amigo mío «al fin y al cabo el avión es una lata grande que vuela»…, y me dijo, insisto: «Tú lo que tienes que hacer es inventar todo lo que has vivido».

Lo que hago público para general conocimiento, cuando ya está septiembre a la vuelta de la esquina, como quien dice.

Tico Medina

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