La etica del montero. O se es montero o no

La teoría es bien sabida por todos: antes de salir al monte, revisemos que llevamos todo lo necesario en el morral. La documentación, las balas, el cuchillo… Pero en la práctica, aunque nos parezca mentira, suele ser habitual que se nos olvide algo tan importante como poner nuestro rifle en tiro. Por eso, querido montero, le recomendamos que “no deje para mañana lo que pueda hacer hoy”. Y como muestra, un botón.

No lo deje para mañana si puede hacerlo hoy

O se es montero o no

Unos días antes del 30 de enero de 1998 me llamó Rafa Ruda por teléfono, pues se monteaba la mancha de Carboneros, de La Loma de La Higuera:

–Lolo, ¿dónde te quieres poner?, que esta vez te toca elegir.

Y yo, para no variar, me salí por los cerros de Úbeda.

–En el 3 de Las Alcornocosas, que tengo un volunto –le contesté sin dudarlo.

–Pero tú estás loco? ¿Allí, con la malla de por medio y con un tiradero kilométrico?

–Tú ponme allí. A ti te quito un compromiso y ya hablaremos después de la montería –le contesté riendo.

–Bueno. Ya sé que te gustan los puestos de ver mucha montería, pero… ¿allí? En fin, tú mismo.

Aquel día de últimos de enero amaneció con la orilla chungaleta, nublado y lluvioso, pero con esa agüilla mansa y sin viento que para nada molesta mientras no la acompañe la niebla o el viento. Y  no sé por qué estaba seguro de que me iba a tiznar pegando tiros, que le tenía echado el ojo a aquel balcón desde hacía tiempo.

Como el día estaba tan tontorrón para quien acompaña al titular del puesto, mi mujer, Isabel, como siempre por entonces, se vino con nosotros María, esposa de J.L., gran amiga y señora, y así se daban compaña. Lo que un servidor no suponía era la cuchufleta que me montaron dados los acontecimientos.

El puesto, que no paso, estaba colocado en el carril que recorre la umbría de Las Alcornocosas y bien por lo alto del arroyo que hace linde. Pero enfrente, aunque muy largo, tenía un precioso pandero donde raleaban los pinos pero que mantenía el suficiente monte como para que lo tomaran bien las reses. Era, pues, sitio comprometido pero muy seguro de tirar.

Al rato de soltar en la linde de Las Piedras de la Sal, y habiéndonos ya superado la mano de rehalas, se encendió una ladra en el barranco de la derecha que al poco cesó. Y cuando ya no creía que nos fuera a cumplir nada, un tremendo y negrísimo cochino nos apareció cimbreando de izquierda a derecha. Estaba largo, muy largo, pero con tanto espacio por delante vi la posibilidad de quedarme con él con lo puesto que estaba con mi .270 Win. Así, sentado como estaba, le eché el visor y comencé a seguirle la carrera esperando a que llegara a distancia algo más corta. Cuando lo creí oportuno le mandé la primera bala, que no hizo otra cosa que convertir el trote que traía en franca carrera.

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El venado que logró abatir y cobrar Lolo Mialdea pese al imprevisto que le surgió en medio de la montería.

Algo no iba bien

Mientras lo tuve a tiro, le pegué otros tres apuntando a conciencia, pero aquel hermoso ejemplar no los acusó y me di cuenta de que allí pasaba algo, recordando que llevábamos tres días seguidos monteando y que me había caído un par de veces. En mitad de un cabreo monumental, les dije a mis dos “secretarias”:

–Esto es rarísimo, y no se me ocurre otra cosa que el visor esté desafinado.

–Venga, Lolo, que todos nos los vas a abatir –me dijo Isa con una miajilla de sorna.

–No es eso, mujer. Es que no le he visto ni entrar los tiros –traté de explicarle.

–Yo he visto dar las balas atrás y muy abajo –se sumó María a la discusión.

–Ahora que lo dices, es verdad –convino Isa.

–Pues con razón no veía yo enterarle los tiros. Esto es seguro del canuto –me reafirmé en mi primera sensación–. Y antes de que no tenga solución lo vamos a comprobar, ya que aquí no molestamos a nadie. ¿Veis la lastra grande que hay en el talud del carril de enfrente?

–Sí –dijeron a la vez.

–Pues fijaos bien en donde da el tiro, que voy a apuntar apoyado y con el pelo calado –les advertí.

La piedra en cuestión tendría sus buenos tres metros cuadrados y era perfectamente plana, quedando perpendicular a nosotros al estar contra el talud. Me puse cómodo y afiné a muerte, dejando que me sorprendiera el latigazo del rifle. ¡Hasta yo vi el chasponazo de la bala en las roderas del carril!

–Uf, eso está fatal. Tira muy abajo y a la derecha –dijo Isa.

–Fijaos ahora –les dije, y quitando el visor apunté a la antigua usanza. Al tiro vi saltar polvo, señal inequívoca de haber cogido roca en día tan húmedo, y al disiparse éste miré con los gemelos y pude ver el desconchón en mitad del peñasco.

–En el centro. ¡Problema resuelto! –exclamó Isa.

–Ni hablar, los inconvenientes solo acaban de empezar. Y eso sin pararnos a recordar el que se ha ido –exploté.

–¿Y cómo es eso? Ahora ya puedes apuntar bien –dijo María.

–Sí, pero a ver quién es el gracioso que se queda con las reses sin visor, corriendo y a más de 200 metros.

Huelga comentarios y por mi parte ya me estaba viendo tirando por tierra un buen puesto.

Al rato tiré un venado que se costeó aún más arriba que el marrano, y lo fallé. Sólo le pegué dos tiros porque era tontera echar balas al tuntún para ver si sonaba la flauta. ¡Si al menos se me parara alguna res…!

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Los perros no consiguieron dar con el venado, pero Lolo sí fue capaz de localizarlo. Y además, se llevó una grata sorpresa durante el pisteo.

Otra oportunidad

Más tarde, un piarón de ciervas, acompañadas por un venado medio regular, se nos dejó venir derechito a la malla y allí se arremolinaron antes de que la guía decidiera si tomar para arriba o para abajo. ¡Era mi oportunidad!

Tomé puntería alineando alza y punto de mira y la bolilla casi me lo tapaba por completo. De todas maneras, con la confianza que da saber que no se me reprendería si “cascaba” una cierva por accidente, esperé a que se me cruzara y apreté el gatillo suavemente. Al tiro, el venado juntó los cuatro remos y emprendió una alocada carrera malla abajo, arropado por su harén, y a pesar de saber que iba tocado de muerte, le solté otra bala que, lógicamente, no hizo blanco. ¡Una cosa era jugársela a res parada aunque estuviera lejos, y otra bien distinta tirar a la carrera!

El bicho, para mi sorpresa, no siguió costeando, sino que tomó cañada arriba, cosa que al principio me preocupó un poco, pero sabía que tarde o temprano doblaría, y más cuando mis dos bellezas me dijeron:

–El venado va dando sangre por el codillo.

En fin, el lance estaba jugado de la mejor manera posible y al final lo rastrearía, pues como había dejado de llover y clareaba el día, no habría problema para seguirle el rastro.

La montería seguía en plena efervescencia y al ratillo se me costeó otro cochino por los pasos del primero, aunque éste era considerablemente menor.

Siguiendo mi máxima de que la única bala que no mata es la que no se tira, le solté tres zurriagazos a ver si alguna bala lo paraba, pero por mucho que lo apunté con toda mi alma, lo único que conseguí fue darle carreritas.

Sin tener nada que ver, no pude evitar recordar aquella vez en la que, monteando Las Mesas, se me quedó una bala atrancada en el cañón y tiré por alto más de media montería hasta conseguir una escopeta y nueve balas que me cedió mi vecino. Y cuando pude haberme quedado con al menos cinco reses, solo cobré dos… y gracias. Total, que me había pasado lo que ya suponía en cuanto me quedé sin canuto.

Me entraron otro venado y un cochino, pero aún más lejos, y cuando los apuntaba los tapaba completamente con el punto de mira. No quise tirarlos porque aquello eran ganas de echar reses al pudridero con tiros sucios si por casualidad les daba.

Mas a última hora tuve una pequeña compensación. Sin saber de dónde habían salido (juraría que habían aguantado el chaparrón de tiros sin moverse de sus encames allí enfrente), se me apareció una jabardillo de primalones ya creciditos y, a base de “escribir” mucho y quemarles las seis balas del cargador, pude quedarme con uno en el sitio y ver otro huir seriamente tocado por el mismo sitio en que se me tapó el venado herido.

Como aquello ya estaba terminado, le pedí a Isa que bajara con el coche y regresara por el carril de enfrente a recogerme, mientras yo, solo con los zahones, el cuchillo y el rifle, me descolgué para iniciar el cobro. Le dejé a mi mujer en el carril un mote a base de una brazada de monte con una piedra encima para que no se pasara del sitio. Crucé la malla por una gatera y me fui derecho a buscar los rastros del venado. Los encontré de momento y los seguí sin hacer caso de la otra pista de sangre que crucé y que era la del cochino, porque en el campo, si se hace más de una cosa a la vez, acabas perdiendo los dos rastros.

Intentando cobrar el marrano

Sin problema di con el venado a la volcadilla y, tras marcarlo oportunamente, me descolgué arroyo abajo, por lo más afable, llevándome la sorpresa de dar con el marrano al poco. Estaba frito en el cauce del regajo.

–¡De narices! –me dije–. ¡Ya no tengo que reiniciar la búsqueda en mitad del pandero!

Pero si grande fue esta primera sorpresa, mucho más lo fue darme de bruces con otro cochino un poco más abajo.

–¿Esto qué leches es? –me pregunté sorprendido mientras componía el campo.

Por la sangre, supe que este segundo era el que yo vi irse pinchado por mí, pero entonces… ¿de quién era el otro? Me volví por mis pasos hasta el primero y resulta que las pistas llegaban en sentido contrario, cosa en la que no había reparado al suponerlo mío. Recordé entonces que Jesús del Campo estaba puesto en el cortafuegos que parte la mancha y que lo había visto tirar y luego comentar con el walkie, que lo llevábamos todos los amigos en la misma frecuencia, que había tirado un marranete y que se le había ido tocado.

Total, que arrastré los dos primales al carril, subí a marcar el otro que se quedó en el tiro y, en cuanto que llegó Isa, cogí la emisora y llame a Jesús:

–A ver, Jesús, ¿me recibes? Soy Lolo, cambio.

–Te recibo, te recibo, Lolo. Dime, cambio.

–Jesús, ¿tú has pinchado un cochinete que ha corrido al barranco de poniente?, cambio.

–Sí, daba sangre, pero la perdí enseguida. Y como esto está tan “laero”, opté por dejarlo. ¿Por qué lo dices?, cambio.

–Porque te lo he cobrado yo en el arroyo, que te vi tirarlo y no puede ser más que el tuyo, cambio.

–¡Joer, cojonudo!, muchas gracias tío, cambio.

–De nada, ¡luego nos vemos!, corto.

–OK, cierro.

Puestos a echar cuentas, salí medio airoso de una situación jodidilla. Había cobrado dos marranos y un venado, fallado otro sin visor y dejado de tirar otro más y un venado. Pero lo realmente doloroso fue tirar el primer cochino, que seguro que era un bicharraco, con el anteojo fastidiado. ¡Una pena, pero así son las monterías… y los monteros, a veces demasiado abandonados!

En cuanto al cochino que le cobré a Jesús… ¡qué decir! Algunos se lo habrían apuntado, pero entre amigos no cabe siquiera planteárselo. ¡Ni entre amigos ni aunque hubiera sido un perfecto desconocido! O se es montero o no, y eso implica una ética inviolable.

 PD: No tardé en subir nuevamente a Las Mesas, y aunque me costó media caja de balas, dejé el canuto de dulce.

Texto: Lolo Mialdea Lozano 

Fotos: Félix Sánchez y autor

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