La montería tradicional y su evolución

«Admitiendo que no todo tiempo pasado fue mejor, hay que reconocer que muchas cosas han cambiado en nuestro mundo montero, y no todas para bien».

Así empezaba hace ya unos años uno de mis artículos, que titulé «Del paso al puesto», donde hacía un repaso a lo mucho que han cambiado, y solamente en unas décadas, las monterías y en especial la montería tradicional.

Ya tengo una edad y a veces me gusta recordar las historias pasadas y los lances vividos; retroceder en el tiempo, pero no con nostalgia, en mi caso con alegría.

Cuando empecé a montear con mi tío Lalo y mi padre, Juan Sánchez, a finales de los años sesenta del pasado siglo –y hasta hoy–, ha llovido mucho por nuestras sierras, y los usos y costumbres de nuestra tradicional montería española han cambiado y evolucionado para adaptarse a los nuevos tiempos.

En aquellos años asistir a una montería aún tenía su buena dosis de aventura y emoción; la incertidumbre de lo que se podía llegar a cobrar y los resultados eran en gran parte imprevisibles y desde luego muy inferiores en cantidad y calidad a lo que se puede conseguir hoy en día, ya que nunca hubo en la península tanta cantidad de reses como ahora.

Meses antes habíamos visitado la finca en la que se iba a celebrar la montería, acompañando a mi tío Lalo, un pionero en la organización de monterías comerciales, visto los pasos y huidas naturales de las reses (eran fincas abiertas), hablado con el guarda y colocado los puestos en estas huidas naturales, procurando la máxima seguridad entre un puesto y los contiguos.

Por tanto era posible tener el puesto vecino muy cerca de ti, aunque siempre sin verlo, o bien a muy considerable distancia. Todo dependía de los pasos naturales de las reses.

Se cerraba la finca con las armadas de cierre, pero dejando hueco entre los puestos, no era cuestión de arrasar con todo, sino de dejar madre para años venideros; y hablo de fincas abiertas, ya que las fincas cercadas eran muy escasas en aquellos años y lo eran con malla ganadera, no como hoy en día.

En aquellos años era raro ver visores en los rifles, y muchos monteros iban con sus escopetas, ya que casi todos los asistentes sabían que había que dejar cumplir a las reses para abatirlas en su sitio, con jurisdicción; y por tanto era extraño disparar a más de 150 metros; eso sí, siempre en nuestro campo de tiro para no cortar el camino de las reses que fuesen a romper al puesto vecino.

En el verano, a veces, se le suplementaba la alimentación con algunos sacos de maíz y unas cuantas pacas de cebada, que íbamos repartiendo en comederos improvisados. Las reses se movían de unas manchas a otras de acuerdo con las estaciones, disposición de comida o buscando tranquilidad, los pilares de una buena finca montera.

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El autor en 1970, el mismo año en que se hace novio

En una gran mayoría de veces, y si la mancha se daba por el dueño de la finca sin interés comercial, era el guarda quien decidía cuando debería darse la montería, de acuerdo con la densidad que hubiese en aquel momento de reses, y se avisaba a los invitados con pocos días de antelación, no fuese a vaciarse la mancha si se tardaba mucho en montearla.

Las monterías eran todas de invitación, y solamente a mediados de los años cincuenta del pasado siglo se empezaron a celebrar monterías comerciales, vendiendo algunos de los puestos para amortizar los gastos, muy abundantes, no para ganar dinero.

Recuerdo las primeras monterías a las que asistí: la junta era siempre muy temprano, a las ocho de la mañana como muy tarde, y llegar por las carreteras de aquel entonces era complicado. Tampoco los automóviles eran los de ahora y solamente se veían algunos Land Rover como auténticos todoterrenos.

El desayuno de lujo con migas o churros era una entelequia; eso sí, el café de ‘pucherete’ no faltaba, ni la clásica copa de aguardiente para entonar el cuerpo y mejorar las ‘apuntaeras’.

Muchos de los asistentes optaban por pasar la noche anterior a la montería en la finca, o en algún cortijo cercano, suyos o de sus amistades, donde las tertulias monteras se alargaban casi hasta el amanecer, narrando lances vividos o contando historias antiguas de caza a la calor de la lumbre.

Los demás salíamos de las ciudades muy temprano, en caravanas de veinte o treinta automóviles; como dije, nada de todoterrenos cómodos, en todo caso algún Land Rover renqueante donde se colaba todo el frío de la noche por la cantidad de rendijas que tenía, eso sin contar el polvo ni lo incómodos que eran.

Seis personas sentados en las dos banquetas traseras, apretados unos con otros y sin apenas sitio para moverse, con los bártulos en el suelo lleno de toda clase de restos de materia vegetal y otros elementos agrícolas, donde nos acomodábamos los asistentes a la montería, secretarios y algún acompañante.

Esta peculiar caravana que atravesaba a aquellas horas la muy poco transitada sierra, por unas carreteras pésimas llenas de baches y socavones, procurando no perder de vista al automóvil que iba en primer lugar en el cual se encontraba la persona que sabía llegar a la junta.

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Rehala 1950

Rara era la vez que alguno de estos automóviles no se averiaba. Tocaba entonces parar y esperar a ver si alguno de los presentes lograba arreglar la avería. De no ser así se dejaba bien aparcado el automóvil y se trasladaban sus ocupantes y bártulos a los demás coches.

No hay que olvidar que por aquellos años no existían los móviles y los teléfonos eran inexistentes en los cortijos (si acaso alguna emisora de radio), así que no había manera de avisar a una grúa que viniese a recogernos a aquellas horas.

Cercanos ya a la junta, adelantábamos a los acemileros que, andando, conducían a los mulos que se utilizarían para sacar las reses de la montería. También a algún camión desvencijado que llevaba a algunos caballos en la caja descubierta y que a veces volcaba en aquellas cerradas curvas.

Una vez celebrado el sorteo –siempre sorteaban primero las rehalas, como se hacía desde siempre; después los linderos e invitados–, a continuación del rezo de un avemaría o de una misa de campaña se ponían en marcha las armadas para ir colocando los puestos, primeros los cierres para después salir las traviesas.

Algunas iban en camionetas, otras en caballerías y la mayoría andando. Si eras joven la caminata estaba asegurada: eran aquellas famosas armadas de los niños donde todos empezamos, las más apartadas y en las que casi nunca se lograba disparar ni un tiro, pero no importaba, la afición nos movía y lo de menos era el resultado.

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Armada montada en el camión. Loma del Majano (Córdoba), 1977.

Conocías a casi todos los asistentes a la montería y por tanto era común que cuando te colocabas en tu puesto supieses quién tenías de compañero de puesto a tu izquierda y quién a tu derecha.

Lo habitual era ir acompañado al paso –yo, desde muy pequeño iba con mi padre y así aprendí lo poco o mucho que sé de caza– y compartir los lances, si te dejaban, cuando ya tenías una edad. En mi caso me hice novio en Fuentevieja (Córdoba) el 5 de noviembre de 1970 –tenía 13 años– con un ciervo de 8 puntas.

¡¡Cuarenta y siete años han pasado y me parece que fue el fin de semana pasado!!

La suelta, normalmente a eso de las once de la mañana, el trabucazo y las ladras de las rehalas te avisaban del comienzo. Luego el paso de los primeros perros y conocer por su collar a quién pertenecían y hasta saber el nombre del puntero y, cómo no, del perrero al que, al pasar por tu puesto, siempre ofrecías agua o lo que tuvieses y aprovechabas el momento de charla para saber cómo estaba la finca, los encames recientes que había visto…; en fin, cómo iba transcurriendo todo.

No hay que decir que emisoras casi no había en la montería. Te comías el taco que siempre llevabas (¡qué de recuerdos esa tortilla de patatas, el filete empanado y la manzana!); y si hacía frío, pues echabas una lumbre para calentarte.

Las reses eran mucho más escasas que en la actualidad, y lo que importaba era el lance más que el trofeo de la res. Palabras como ‘bocas’, ‘medallable’ y otras, no recuerdo haberlas oído en aquellos años.

Si el lance había sido bueno tenías la recompensa con la res muerta en su sitio y por derecho; y si no, pues no pasaba nada.

A eso de las cuatro de la tarde, tras unas seis horas en el puesto, sonaban las caracolas de recogida y te ibas a pistear y marcar las reses si el día había sido propicio; y si no, pues ayudabas a marcar las del vecino.

Después, a la junta de carnes por el mismo medio por el que habías venido. Allí te esperaban unos garbanzos calientes –a veces– y un poco de vino. Si había que discutir una res se hacía siempre en el campo, nunca en la junta; y si surgían desavenencias, el capitán de montería, acompañado de otros dos o tres monteros con experiencia y los monteros que reclamaban la res, se acercaban al puesto y decidían de quién era. ¡Su veredicto era inapelable y todos aceptaban su juicio!

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Título de montero 1937

Si aquel día se había hecho novio a algún joven montero, eran los perreros (rehaleros les llaman ahora) quienes se encargaban de dictar sentencia; normalmente todo quedaba en una ‘convidá’ pagada por el padre o acompañante del novio y alguna broma sin mayor relevancia para el nuevo montero. En casos especiales se juzgaba al interfecto con un tribunal por derecho, con su juez, abogado defensor y fiscal; a más de un vocinglero público.

Sin prisas se charlaba de lo acontecido en la montería, y muchas veces algunos de los asistentes se quedaban a dormir en la misma finca para no tener que volver de noche por esas carreteras infames.

Ya en los setenta la cosa cambió. Cada vez más monterías comerciales aparecieron en la sierra, las primeras fincas valladas irrumpieron en el panorama y se produjeron las primeras reintroducciones de reses foráneas para mejorar los trofeos.

Los precios de los puestos se dispararon a principios de los ochenta, y eso hizo que muchos viejos monteros se fuesen retirando de las monterías, sustituidos por médicos, notarios y grandes empresarios, que en algunos casos utilizaban las monterías como mero acto social.

Con la llegada de los noventa los precios siguieron subiendo; y la gente, no haciendo caso a aquel refrán español que dice que «es de necios confundir valor con precio», valoraba en demasía fincas que no lo merecían.

Los dueños de las fincas se acostumbraron a pedir más de lo que valían sus propiedades; pero, como las organizaciones de monterías les pagaban el precio ofertado y además siempre había quien comprase los puestos, pues ¡sin problemas!

A todo esto, cada vez se valoraba menos las rehalas y su trabajo, pasándose de pagar una cantidad más el taco y pan para los perros a una cantidad fija, independientemente de la calidad de los canes.

También desaparecieron de nuestras sierras los trabucos, por la ley de explosivos (y la comodidad de algunos), perdiendo gran parte de su tradición.

La llegada del nuevo siglo trajo consigo precios aún más altos, haciendo imposible para la gran mayoría de monteros asumir estos gastos. Las manchas cada vez tenían más puestos; donde antes había dos pasos ahora se cerraba la mancha con ocho puestos, colocados siguiendo estrictamente cuestiones de espacio y procurando que no hubiese accidentes. Y los asistentes eran en su gran mayoría empresarios dedicados al ‘ladrillo’ que no tenían, en general, ninguna afición montera.

monteria-tradicional-rehalaLas novedades técnicas llegaron, cómo no, a las monterías. Ya no se veían escopetas, solo rifles de calidad con visores magníficos, medidores de distancias, punteros láser y miniordenadores en los visores que permitían de forma automática calcular las condiciones del tiro.
Grandes y potentes todoterrenos climatizados y con todos los lujos imaginables, ropa y calzado térmicos, móviles vía satélite, GPS incorporados al reloj…

Ya nada de andar. Te colocan en el puesto a pie de tu todoterreno, te dan el plano del puesto, los resultados anteriores, las localizaciones de los posibles sitios por donde te entrarán las reses.

Y si fallas no te preocupes, detrás de ti tienes una malla cinegética, así que esa res que se fue te volverá a pasar, seguramente, al no poder huir.

Por la mañana, y después de la montería, tendrás un magnífico catering, servido en librea por profesionales de la hostelería en manteles de hilo con cubertería francesa.

¿Y las rehalas? Estas ya no importan. Se les da un par de puestos para que, si pueden, los vendan y así poder cubrir gastos. Y a veces se les colocará en las nuevas armadas de rehaleros, que son siempre armadas de cierre de dudoso éxito. Con esto se están perdiendo muchas de las grandes rehalas que había.

¿Es este el futuro de las monterías? ¿Existe aún la montería tradicional española? Yo opino que toda evolución tiene sus ventajas, y que hay que evolucionar o dejar de existir.

Y aún quedamos algunos viejos monteros que procuramos inculcar a las nuevas generaciones lo que a nosotros nos enseñaron nuestros mayores. Y mientras nosotros existamos, o alguien nos recuerde, la montería tradicional española y sus costumbres ancestrales no desaparecerán.

Félix Sánchez Montes

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